Nací en los ochenta en el seno de una familia amante de las sobremesas. Las mujeres de mi familia, tanto la materna como la paterna, eran capaces de aguantar estoicamente sentadas alrededor de unas tazas de café por horas, ante mi desesperación infantil. Fui afortunada porque siempre conté con la eterna compañía de mis hermanas, lo que me permitió convertir esas largas horas en juegos y sobretodo en siestas, que si bien nunca llegaban a buen puerto, nos permitían sumergirnos en nuestro mundo paralelo.
Guardo muchos recuerdos de esos años, que varían según en casa de qué abuelos fuera la sobremesa. Recuerdo sobretodo que mi abuela nos ponía café en unas tacitas minúsculas, que sólo nos permitían intuir como sabia ese líquido espeso y negro reservado a los adultos. Recuerdo también mi amor desmedido por el azúcar y, de fondo, un murmullo de palabras, mezcladas con la somnolencia que todo ello me causaba.
Los noventa fueron años de grandes cambios en mi vida. Empecé la década siendo una niña y la terminé en la universidad, así que en plena adolescencia las sobremesas se me antojaban tremendamente molestas. No me interesaba el café, ni las conversaciones, no quería convertirme en adulta y consideraba esos momentos como una absoluta pérdida de tiempo. No sé cuantas veces me juré a mi misma que nunca les haría esto a mis hijos, como si de una maldición se tratara.
Guardo muchos recuerdos de esos años, que varían según en casa de qué abuelos fuera la sobremesa. Recuerdo sobretodo que mi abuela nos ponía café en unas tacitas minúsculas, que sólo nos permitían intuir como sabia ese líquido espeso y negro reservado a los adultos. Recuerdo también mi amor desmedido por el azúcar y, de fondo, un murmullo de palabras, mezcladas con la somnolencia que todo ello me causaba.
Los noventa fueron años de grandes cambios en mi vida. Empecé la década siendo una niña y la terminé en la universidad, así que en plena adolescencia las sobremesas se me antojaban tremendamente molestas. No me interesaba el café, ni las conversaciones, no quería convertirme en adulta y consideraba esos momentos como una absoluta pérdida de tiempo. No sé cuantas veces me juré a mi misma que nunca les haría esto a mis hijos, como si de una maldición se tratara.
Años más tarde, superada ya la post adolescencia tardía, esa entrañable tradición familiar fue haciendo mella en mí, así que ahora, sin ningún tipo de reparo, me confieso adicta a las sobremesas, al café, a los licores que acompañan al café, al gin tónic de después y a las conversaciones que se gestan en buena compañía, con el estómago lleno.
Resprok, te dedico el post porque ni el sombrerero loco de Alicia en el País de las Maravillas podría igualar una sobremesa tan singular como la de hoy.