No era nada especial, pero le tenía aprecio. Eran ya muchos años juntos y creía que no sería capaz de pasar un invierno sin él. Quizás por eso lo metí en mi maleta en el último momento. De haber sabido cómo iban a acabar las cosas seguramente lo hubiera dejado en el segundo cajón del gran armario de madera que había heredado recientemente.
Sólo llevaba tres días en París y ya me había cansado de deambular bajo el frío y la niebla. Me metí en el café que hay en la Rue Goden, cerca de Montmatre. Pedí un te caliente, deseando que me calentara el cuerpo y la mente. Miré por la ventana y suspiré, en un intento de evasión. En ese pequeño momento de despiste, un individuo particularmente extraño se sentó en mi mesa. Sacó un lápiz de mina gorda y empezó a trazar líneas en su libreta. Me quedé mirándolo fijamente. Era un hombre muy bajito, de pierna corta. Iba vestido de negro, con un chaqué que le llegaba a la rodilla, lo que daba una imagen aún más esperpéntica. Sobre la impoluta camisa blanca se adivinaba una corbata roja, oculta tras una espesa larga barba que bien podría haber pertenecido a un respetable rabino.
Mientras sus pequeños ojos vivos, curiosos, me escudriñaban con movimientos rápidos, intenté mantener la compostura como pude, pues quería aparentar un ciudadano parisino. Era un personaje curioso, que desprendía un fuerte olor a ese líquido verde que estaba de moda entre los bohemios de la época. No recuerdo muy bien su nombre, pero la gente lo bebía con un terrón de azúcar, que previamente había sido disuelto por efecto del fuego y todo ello rebajado con agua. Si sabía este tipo de curiosidades era gracias a lengua viperina de mi amigo Gaugin, que pese a ser un hombre de provincias estaba al corriente de los nuevas costumbres de la sociedad parisina.
Tras varios eternos minutos, el diminuto hombrecillo se levantó, me sonrió, dejó el dibujo en la mesa y sin mediar palabra, como si previamente ya hubiéramos llegado a un acuerdo tácito, se lo llevó. No era nada especial, pero le tenía aprecio. Eran ya muchos años juntos y creía que no sería capaz de pasar un invierno sin él. Me quedé sin mi sombrero de hongo, en el que según los expertos en cafés, cabarets y bares nocturnos, fue el invierno más frío de París de los últimos 50 años.
Perdí mi querido sombrero, pero años más tarde, una noche en el Moulin Rouge, comprendí que con Toulouse Lautrec sobraban las palabras y que gracias a él gané la eternidad.
Sólo llevaba tres días en París y ya me había cansado de deambular bajo el frío y la niebla. Me metí en el café que hay en la Rue Goden, cerca de Montmatre. Pedí un te caliente, deseando que me calentara el cuerpo y la mente. Miré por la ventana y suspiré, en un intento de evasión. En ese pequeño momento de despiste, un individuo particularmente extraño se sentó en mi mesa. Sacó un lápiz de mina gorda y empezó a trazar líneas en su libreta. Me quedé mirándolo fijamente. Era un hombre muy bajito, de pierna corta. Iba vestido de negro, con un chaqué que le llegaba a la rodilla, lo que daba una imagen aún más esperpéntica. Sobre la impoluta camisa blanca se adivinaba una corbata roja, oculta tras una espesa larga barba que bien podría haber pertenecido a un respetable rabino.
Mientras sus pequeños ojos vivos, curiosos, me escudriñaban con movimientos rápidos, intenté mantener la compostura como pude, pues quería aparentar un ciudadano parisino. Era un personaje curioso, que desprendía un fuerte olor a ese líquido verde que estaba de moda entre los bohemios de la época. No recuerdo muy bien su nombre, pero la gente lo bebía con un terrón de azúcar, que previamente había sido disuelto por efecto del fuego y todo ello rebajado con agua. Si sabía este tipo de curiosidades era gracias a lengua viperina de mi amigo Gaugin, que pese a ser un hombre de provincias estaba al corriente de los nuevas costumbres de la sociedad parisina.
Tras varios eternos minutos, el diminuto hombrecillo se levantó, me sonrió, dejó el dibujo en la mesa y sin mediar palabra, como si previamente ya hubiéramos llegado a un acuerdo tácito, se lo llevó. No era nada especial, pero le tenía aprecio. Eran ya muchos años juntos y creía que no sería capaz de pasar un invierno sin él. Me quedé sin mi sombrero de hongo, en el que según los expertos en cafés, cabarets y bares nocturnos, fue el invierno más frío de París de los últimos 50 años.
Perdí mi querido sombrero, pero años más tarde, una noche en el Moulin Rouge, comprendí que con Toulouse Lautrec sobraban las palabras y que gracias a él gané la eternidad.
9 comentarios:
Perfecto.
La mejor prosa que he leído en mucho tiempo. Prosiga con la historia, Caroline, prosiga usted.
Muchas gracias Hank,
Gracias por alentar el alma de escritor que los blogeros llevamos dentro!
A veces me da la impresión que hay que estar loco o drogado para ser un buen artista.
Cosas del arte.
Hola, no se si ets al noia que dibuixava monstres per sants, si ets tu salutacions i espero al foto hehe.
Vagi bé!
Anonim:
No era Sants, que era el Fòrum :)= i si, eren monstruitos.
Va ser una trobada fortuita, gràcies per la colaboració. Una ombra al lloc adient!
S (ese):
Suele pasar que una impresión vale más que mil palabras!
Intuyo buenas vibraciones por Australia!
;-)
dibujando monstruitos por la calle...
Sólo podía ser Carolina!!
Te mando un besazo!
buf, no savia ni on estava... xD
doncs espero actualització amb la foto eh!!
Cinko:
Qué gran sorpresa encontrarte por aquí.
Buena idea!
Rayos de luna!
Vuelve pronto ;)!!
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